12.19.2009

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Estoy de frente a la nada. De nuevo. La terraza es angosta y son demasiados los pisos que nos separan de la sucia y caliente acera atestada de gente. Son las 3 de la mañana y siguen saliendo hordas de turistas con los ojos vidriosos de cualquier agujero en la pared. Al carajo con ellos. Una ráfaga de viento hace que se reavive el vértigo, ese que me di cuenta que estaba dentro de mi hace mucho tiempo, y que por un tiempo pareció irse, cuando tenia que subir aquellas angostas y oxidadas escaleras a diario para llegar a ver a Pati y a Leo.

Nos la pasábamos bien a pesar de todo.

Todos los días eran como una fiesta. Nuestra pequeña fiesta de tres. Pati Solía encender su viejo radio pegajoso de tanto cochambre una hora diaria, solo una para que las baterías duraran, y no la culpo dado lo terrible que era conseguir allá un par de buenas baterías. Leo y yo esperábamos ansiosamente que llegara el momento en que Pati decidiera encender la radio y sintonizarla en alguna estación pirata de calypso o como chingados se hubiera llamado aquello que sonaba tan bien y nos ponía a mover los pies y las caderas. Leo era el que mejor bailaba, lo traía en la sangre supongo. Recuerdo aquella vez que conseguimos un par de botellas familiares de refresco de naranja y un litro de aguardiente. Ese día perdimos la cuenta del tiempo que duró encendida la radio. Pati y yo mezclábamos el refresco con el aguardiente y a Leo le dábamos el refresco rebajado con agua. Siempre queríamos prolongar todo lo más que se pudiera, por lo menos yo siempre he querido prolongar los buenos momentos lo más que se pueda, como exprimiéndoles hasta la última gota de felicidad. Bebimos y bailamos hasta que la radio se apagó y nos dimos cuenta que Leo estaba hecho un ovillo sobre la colchoneta. Seguimos tomando.

De pronto Pati se quedo mirando a lo lejos por la ventana, y me dijo que aquel era el día más feliz de su vida, por lo menos de lo que recordaba, porque Pati tuvo un accidente que le provocó una amnesia terrible y no podía recordar nada de un par de años hacia atrás. Newborn le dirían algunos. Yo le dije que lo sentía mucho pero que no podía decir lo mismo, que yo había tenido días mucho más felices en México y que aun me dolía haberlos dejado atrás. Comencé a llorar y termine lo que quedaba de aguardiente de un solo trago. Pati solo me abrazó y me pidió que le contara más acerca de aquellos buenos tiempos. Y asi lo hice: le narré detalladamente aquellos dos años, casi día por día hasta que nos el sol comenzó a salir e inundó de nuevo la habitación con su luz. Leo despertó llorando y nos dijo que había tenido una pesadilla sobre un hombre lobo que lo perseguía y al final se lo comía. Pati y yo tratamos de tranquilizarlo diciéndole que esos eran solo sueños, y que mientras estuviéramos con él nada podría pasarle, que no lo permitiríamos.

Una semana depués Leo estaría desangrándose en nuestros brazos por una bala perdida en su pecho.

Y hoy, aquí frente a la terraza de este lujoso hotel del país oriental en el que me encuentro, y del cuál he olvidado su nombre por lo borracho que me encuentro, me miro en un espejo y casi no me reconozco vestido con este traje negro y el cabello tan corto como hace años no lo había tenido. Estoy a punto de cumplir 30 años. Y me doy cuenta que no es el vacío físico el que me da vértigo. No es el miedo de caer contra las baldosas de la acera a 45 pisos de distancia. Es el miedo a caer mas abajo aun, a donde ni tú ni nadie puedan bajar a rescatarme.

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