5.10.2009

María.1

Odio volar. Frase cliché. Pero un cliché aterrador, angustiante. No soporto los asientos, ni las ventanillas, ni las azafatas, ni los pequeños ruidos, los crujiditos, los rechinidos, ni a los demás pasajeros fingiendo una tranquilidad estática, silenciosa, de manos entrecerradas sobre el regazo. No importa si el vuelo dura media hora o 20, cada segundo pienso en la posibilidad de que el avión caiga, al mar, a tierra, da igual. Pienso en lo angustiante de la caida: la lámina volando en pedazos, el cielo sobre nosotros... Las maletas, las mascarillas, piernas, orejas, todo volando alrededor... Siempre he creido que de encontrarme en un accidente aéreo me gustaría que una enorme maleta reventara mi craneo de inmediato para no darme cuenta, morir tranquila. Los valiums, los tafiles, el alcohol durante el vuelo, todo es un mito. La muerte te quiere despierto, siempre. Te quiere presente y que le veas a los ojos, y si alguien no lo cree es porque nunca ha visto morir a nadie. Hasta los pájaros, y los perros, y los gatos, todos lanzan un último suspiro al verla.

Lo odio.

Sin embargo cada vez que llego aquí tengo que abrir la ventanilla, atreverme a mirar afuera. No puedo dejar de ver ese monstruo tragandome, jalándome hacia sus hedientas entrañas, hacia su corazón. Líneas y líneas de bloques de cemento gris o multicolor, sin ton ni son. Luces parpadeantes, edificios, caos, aullidos... Ciudad de México. El avión, a punto de estrellarse contra la pista de aterrizaje, de hacerse añicos, por fin se detiene. Por fin estoy esperando mi maleta, caminando hacia el mostrador de los taxis. Por fin esta en la cajuela y yo en el asiento trasero, rumbo a mi hogar. Pero odio viajar en taxi...

el sudor del taxista
su plática
su nulo respeto a las señales de tránsito
a los límites de velocidad
la música de la rádio
el retrovisor
sus ojos inyectados, sonrientes, amenazantes...

Lo odio.

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